Teología política

Muchos de los conceptos modernos de la política tienen una matriz metafísico-teológica innegable, como sucede con el concepto de soberanía
MIQUEL SEGURO
La metafísica construye sistemas de una gran envergadura conceptual que,
pretendiendo explicar la estructura de la realidad, en el fondo no es más que
una construcción ideal que reduce la complejidad a unos pocos principios.
Esta es la crítica que desde hace ya unas centurias se le hace a esta disciplina
filosófica, la enmienda a la totalidad que rápidamente uno debe afrontar cuando
empieza a plantearse preguntas de envergadura existencial. Conviene acotar
sin embargo que hay tantas metafísicas como sistemas ideológicos se quiera
reconocer. Hay metafísica idealista (la que establece un mundo de las ideas
eterno e inmutable más allá de la realidad física) o teísta (que sitúa a Dios
como explicación primera y última de la trama de la vida), que es lo que pone
en duda esta crítica, pero también materialista (la que postula que la materia es la verdadera realidad) o positivista (la que estipula que solo lo verificado sensorialmente es susceptible de ser considerado como conocimiento).
En cualquier caso, frente a la nebulosa metafísica, la política se ha reivindicado
como lo que repercute directamente en la vida fáctica de las personas. Pero
aun así muchos de los conceptos modernos de la política tienen una matriz metafísico-teológica innegable, como sucede con el concepto de soberanía. La Epístola a los Romanos en su capítulo 13 lo dejaba claro: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas». Con el paso de los siglos la figura de la divinidad se difuminó hasta desaparecer y la titularidad de la soberanía se convirtió en el bien más preciado de la lucha política de los estado-nación europeos. La soberanía, el poder supremo, ha pasado de los monarcas a los parlamentos, y de estos a los pueblos y a las naciones. Se ha llevado a cabo lo que el jurista alemán Carl Schmitt apunta en su Teología política (1922): Dios es reemplazado por un naturalismo inmanente positivista que, secularizando el poder divino y su separación del mundo, ha hecho del poder político algo superlativo y trascendente al propio orden estatal, por ello, recuerda Schmitt, el titular de la soberanía se siente con el poder de decretar el estado de excepción.
Y no solamente el concepto de soberanía, sino incluso también la misma idea
de pueblo, que resuena a la de ecclesia, o la fe en unos gobernantes que casi
funcionan a modo de guías espirituales sacerdotales, o la voluntad de lograr la
superación definitiva de la precariedad contingente que enlaza con la esperanza mesiánica del establecimiento del reino de Dios, dotando además a la propia existencia de un inigualable sentido.

En el contexto que vivimos en Catalunya y en el conjunto del Estado los
elementos metafísico-teológicos que acompañan las diferentes posiciones son
palpables. A la perspectiva independentista se la acusa de ofrecer una visión emotiva e idílica de una Catalunya independiente y de la que sus partidarios difícilmente ponen en duda sus postulados principales. Todo acabará bien, y aunque las señales puedan apuntar a lo contrario, hay que mantener la fe, sobre todo en los que lo dirigen. Algo parecido puede decirse del patriotismo constitucional, eufemismo de otro tipo de nacionalismo, que aplicando e interpretando un código tan relativo y revisable como es una ley pero que a veces cobra tintes sagrados, cae en la voluntad de creer que todo se
solucionará por su propio peso, por un destino de orden y unidad atávica que
se impondrá al febril suflé hereje.
Las ideologías son necesarios horizontes de aspiración colectiva, pero
conviene no caer en la tentación voluntarista de querer reducir la realidad a la dinámica del deseo. Apoyarse en elementos propios de una metafísica teológica para fundamentar una determinada acción política puede ser una estrategia que reconforte, ofrezca (com)unidad y sentido personal, además de reportar réditos electorales. Pero la condición relacional, contradictoria e intersubjetiva de la política y la sociedad hace que todo lo que tiene que ver con ella tenga que dirimirse en el terreno dialógico de las categorías humanas.
Es la gracia y desventura de la democracia, donde legalidad,legitimidad,
voluntad ciudadana y responsabilidad cívica deben conjugarse en un difícil
equilibrio siempre falible e insuficiente. Una sociedad abierta, en el sentido de
Henri Bergson y Karl Popper, que acepta la coexistencia de alteridades,
discrepancias y razones no compartidas en el corazón mismo del propio
colectivo.

Esta entrada fue publicada en Actualidad, Artículos y opinión. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta